lunes, 30 de mayo de 2011

Literarias: Un hombre y una mujer, de Juan Gelman

Una mujer y un hombre llevados por la vida,
una mujer y un hombre cara a cara
habitan en la noche,
desbordan por sus manos,
se oyen subir libres en la sombra,
sus cabezas descansan en una bella infancia
que ellos crearon juntos, plena de sol, de luz,
una mujer y un hombre atados por sus labios
llenan la noche lenta con toda su memoria,
una mujer y un hombre más bellos en el otro
ocupan su lugar en la tierra.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Literarias: Era fluyendo

"¿Cómo llegaba uno a sentir confianza en el otro, objeto amoroso, y parecerle de toda la vida?
¿Cómo se volvía aquél ser depositario y confidente de nuestros temores, angustias y alegrías efímeras?
¿Cómo resultaba el primero al que llamamos cuando hay una noticia que dar y compartir?
¿Cómo reconocíamos en sus manos, olor y tono de voz las caricias del mundo o la irritación más enojosa al arder de pasiones?
¿Cómo podíamos con todo y con todos si él/ella estaba a nuestro lado?
¿Cómo sabíamos que nada ni nadie nos haría daño o le haría daño, si sólo podíamos defenderlo y poner coto a su mal atacante?
¿Cómo?
No recuerdo...Quizás porque eso fluía y no se organizaba, no se forzaba, se encontraba.Y en el devenir me fuí quedando una y otra vez sin ganas de tanto arranque.
No lo sé.
Que invierta el otro, que me arranque, me conquiste, me invite, me corteje.
Que le pase y me pase, que me espere.
Que levante, que baje, que altere, que suba, que vomite, que inhale.
Que todavía haya un hombre que se vuelva un compañero y se embarque".

L´Orange.

lunes, 23 de mayo de 2011

Psicoanálisis: Hay goces y goces. Por Sergio Rodríguez *

“Goce” y “placer” son dos palabras que en el lenguaje vulgar se intercambian habitualmente, pero no es así para el psicoanálisis, señala el autor de este trabajo. Observa que, en el goce, “algo se fuerza” y advierte que (aun mientras se lee esta página) “es imposible no gozar”. Es que existen goces muy diferentes.


“Goce” y “placer” son dos palabras que en el lenguaje vulgar se intercambian habitualmente: no es así para el psicoanálisis, a partir de la enseñanza de Jacques Lacan. Como suele suceder con los descubrimientos o invenciones, Lacan, al producir un nuevo concepto, lo nominó con un viejo significante. Comentaré un fragmento de su trabajo “Psicoanálisis y medicina”: se trata de una conferencia pronunciada ante un auditorio de médicos, no psicoanalistas.

Dijo entonces Lacan: “¿Qué se nos dice del placer? Que es la menor excitación, lo que hace desaparecer la tensión, la atempera más, por lo tanto aquello que nos detiene necesariamente en un punto de alejamiento, de distancia muy respetuosa del goce. Pues lo que yo llamo goce, en el sentido que en el cuerpo se experimenta, es siempre del orden de la tensión, del forzamiento, del gasto, incluso de la hazaña. Incontestablemente hay goce en el nivel donde comienza a aparecer el dolor, y sabemos que es sólo a ese nivel del dolor que puede experimentarse toda una dimensión del organismo que de otro modo aparece velada (...) Este cuerpo no se caracteriza simplemente por la dimensión de la extensión: un cuerpo es algo que está hecho para gozar, gozar de sí mismo”.

En la primera parte del fragmento, Lacan expone con sus palabras la definición que ya Freud había dado sobre el llamado “principio del placer”, donde el placer se vincula con la reducción de una tensión. En cambio, él advierte que el goce, “en el sentido que en el cuerpo se experimenta, es siempre del orden de la tensión”. Aquí Lacan describe el goce a partir de lo básico: cómo se lo percibe y se lo experimenta en el cuerpo. Se trata de un observable en la práctica. En ese sentido, afirmo: es imposible no gozar. Seguramente, los lectores de este texto están experimentando de un modo o de otro su cuerpo. En algún lugar tienen alguna tensión, en algún lugar algún dolor, en algún lugar andan pensando que tendrían que ir al masajista.

Y Lacan agrega que el goce es del orden “del forzamiento”. Esto también marca una gran diferencia con el placer: en el placer no se fuerza. Y añade Lacan: “... del gasto”; el goce gasta, algo se pierde. Y agrega todavía “... incluso de la hazaña”: aquí ya sale de la descripción del goce en el cuerpo y salta a lo simbólico-imaginario. La hazaña es una determinada realidad con que el sujeto se expresa. Especialmente los hombres somos muy adictos a creernos héroes de hazañas, y esto sucede particularmente en los obsesivos. Siempre tenemos que mostrar que podemos un poco más.

El fragmento sigue con que “hay goce en el nivel donde comienza a aparecer el dolor”. Destaco que es “donde comienza” el dolor. Hay una cierta vulgarización psicoanalítica para la cual el goce sería en sí mismo dolor, sufrimiento: puede serlo, sí, pero sólo a veces. Lo cierto es que, cuando comienza a aparecer el dolor, el cuerpo se empieza a experimentar. Entonces, continúa Lacan, “puede experimentarse una dimensión del organismo que de otro modo queda velada”. Los intestinos nos pasan inadvertidos hasta que se producen retortijones. La existencia de la musculatura lisa no se advierte hasta que duele o entra en tensión.

En otro lugar del mismo trabajo, Lacan dice: “Este cuerpo no se caracteriza simplemente por la dimensión de la extensión: un cuerpo es algo que está hecho para gozar, gozar de sí mismo”. La frase “de sí mismo” no es común en Lacan. Es mucho más común en Freud, en Winnicott, en Hélène Deutsch; en Lacan, no. Aquí viene a centrar el goce como un goce de sí mismo. Este es un punto clave: tiene mucho que ver con los desencuentros que se producen entre la gente, ni qué decir entre los amantes.

En el seminario “Aún”, donde Lacan toma a fondo esta cuestión, Lacan se refiere a la causa del goce. Hasta entonces, los lacanianos estaban habituados a colocar en el campo de la causa sólo el objeto como perdido, ya que Lacan se había centrado en la cuestión del deseo. El goce, aunque está articulado con el deseo, es otro tema. Y reconoce una causa que no es la del deseo. Si el deseo surge causado por la pérdida de objeto, la causa del goce está en el significante. Lacan da una explicación muy sencilla: “¿Cómo saber dónde y con qué gozar si no disponemos del significante?”. Cada pedazo de nuestro cuerpo está nominado por algún significante, y lo mismo sucede con cada pedazo del cuerpo del otro. La disposición de estos significantes es lo que nos permite saber qué hacer cuando nos disponemos a ejercer el goce.

Y, también, el significante permite saber ponerle punto final a cada circunstancia de goce. Si no se supiera ejercer el final del goce, éste sólo podría ser la muerte o cualquier variante invalidante. Hay una película que, además de ser hermosa en sí misma, resulta muy interesante para esta cuestión: El imperio de los sentidos. Es muy interesante observar el movimiento que, con relación al goce, se produce en los dos protagonistas, y cómo, cuando el significante deja de funcionar como causa final del goce, en ese momento sucede la muerte.


Exquisito, pero...

Lacan fue discriminando diferentes tipos de goce. Y tiene especial importancia observarlos en su variación. El goce es, fundamentalmente, goce fálico. En primer lugar, porque el goce fálico está limitado por el significante. En la película que mencioné, por no estar limitado por el significante, se pierde incluso lo que toma el lugar de encarnadura del falo: el pene de uno de los protagonistas. El goce fálico, al tener relación con el significante, la tiene con el establecimiento de una realidad. Sin embargo, observa Lacan en “Aún”, el significante es necio; es lo que permite mantener la relación habitual entre la gente, la relación imaginaria, que es necesaria pero a costa de la necedad, de perder la posibilidad de ver y captar muchas cosas en términos que permitan producir algo nuevo.

Y también se refiere Lacan al goce del Otro. Hay una cuestión radical: no hay acceso al goce del Otro. El goce es “de sí mismo”, goce del propio cuerpo. De lo que le pasa al otro vamos a hacer mil interpretaciones, vamos a creer y a querer creer mil cosas, pero, por lo general, ni el otro mismo sabe qué le pasa. Especialmente si es una mujer.

Pero Lacan va a desarrollar el tema del goce del Otro como fantasma neurótico. Es uno de los fantasmas neuróticos más lamentables, más graves para las sociedades: buena parte del racismo, de las guerras, de las luchas o encontronazos sociales tiene que ver con esa ilusión neurótica de que, mientras uno no goza, el otro sí goza.

En cuanto al psicótico, se siente gozado por el Otro por sus voces, las alucinaciones, a lo cual responderá en forma delirante. Se sentirá gozado por ese Otro imposible de callar. Más adelante, en el seminario “El sinthome”, Lacan va a señalar que el goce del Otro es, en realidad, “del Otro que no hay”. Esto se vincula con que no podemos saber cómo el Otro goza. Conviene aclarar esto para no suponer que, por ejemplo, Fulanito es gozado por el padre o por la madre: ése será en todo caso el fantasma o el delirio de Fulanito.

Y finalmente está lo que Lacan llama el Otro goce; a veces también lo llama el goce femenino, y lo describe como no limitado por el significante. Acceder a este goce es menos improbable para las mujeres que para los hombres, especialmente para la mujer que ha logrado salir de la posición histérica, que es un obstáculo para el goce femenino. En la posición histérica, las mujeres gozan de su cuerpo como falo, o no van más allá del goce de su clítoris; encuentran un obstáculo parecido al que encuentra el hombre para gozar. Pero, por fuera de esa posición, llega a ser accesible un goce del que podría decirse que abarca todo su cuerpo. En todo caso, de ese goce no se puede dar cuenta; es un goce inefable que no pueden transmitir, no lo pueden expresar en palabras. No está limitado por el significante. En el varón, en la medida en que el goce fálico se reduzca al pene, obstaculiza el del resto del cuerpo. Es cierto que el pene es un órgano de goce tan exquisito que puede hacer obstáculo a que goce del resto del cuerpo. En el varón tiene que haberse producido un importante movimiento de libidinización del resto del cuerpo, debe haber perdido cierto peso el goce del pene, para que pueda haber algún acceso al goce femenino.

* Extractado de En la trastienda de los análisis, vol. 4.

viernes, 20 de mayo de 2011

Cine: Si la cosa funciona (Whatever Works)

DURACIÓN 92 min.
DIRECTOR Woody Allen
GUIÓN Woody Allen
MÚSICA Varios
FOTOGRAFÍA Harris Savides
REPARTO Larry David, Evan Rachel Wood, Henry Cavill, Patricia Clarkson, Michael McKean, Ed Begley Jr., Cassidy Gard, Lyle Kanouse, Steve Antonucci, James Thomas Bligh, Chris Nunez
PRODUCTORA Sony Pictures / Wild Bunch / Gravier Productions
WEB OFICIAL http://www.whateverworksfilm.com
GÉNERO Comedia | Comedia dramática
SINOPSIS Un hombre maduro y excéntrico, que vive en Nueva York, decide abandonar su acomodada vida para llevar una existencia más bohemia. Su relación con una bella joven sureña (Evan Rachel Wood) desembocará en una serie de enredos familiares y sentimentales. (FILMAFFINITY)



CRÍTICAS ----------------------------------------
"Se siente algo fuera de tiempo y, lo que es peor, fuera de sitio. ¡Demonios! Si Allen escribió el guión allá por los años setenta (...) Pero ningún verdadero cinéfilo querrá perderse la cómica combinación de mentes de Woody y Larry. (...) Puntuación: **1/2 (sobre 4)." (Peter Travers: Rolling Stone)
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"Mi problema con 'Whatever Works' (...) no es tanto que la premisa resulte pelín familiar. Es más como que entrega algo ya caducado." (A. O. Scott: The New York Times)
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"Una agria comedia romántica, sólo esporádicamente entretenida, (...) Los personajes son apenas algo más que figuras planas, y tanto los sucesos de la película como sus diálogos son arbitrarios" (Kenneth Turan: Los Angeles Times)
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"Genial (...) Buenas noticias, el gran Allen ha vuelto. 'Whatever works' es más que una película. Es un rito. (...) El incatalogable Larry David se mete en la piel del director y recita un catastrófico homenaje al pesimismo" (Luis Martínez: Diario El Mundo)
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"Pesimismo inteligente, clarividente y tronchante que nos lo ofrece a través de otro genio de eso, de pensar, de escribir y de decir, llamado Larry David, creador de Seinfeld" (E. Rodríguez Marchante: Diario ABC)
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"Una comicidad en estado de gracia, (...) Allen, con desbordante sentido de la lógica, copia lo mejor de sí mismo. (...) Es puro ingenio, es imaginar lo que no se le ocurre a nadie, es una forma tan compleja como impagable de observar la vida" (Carlos Boyero: Diario El País)
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"Pocas comedias recientes contienen tanto vitriolo como ésta, pero lo más inusual es que su negrísimo humor cristaliza en un discurso de propiedades benéficas para la calma espiritual de todo espectador" (Jordi Costa: Diario El País)
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Fuente: filmaffinity

miércoles, 18 de mayo de 2011

Cine: Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo

Los cineastas Gastón Duprat (fotografía) y Mariano Cohn se lanzaron con un nuevo proyecto de trabajo en equipo para la realización de la nueva película "Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo", cuyo comienzo de rodaje está previsto para septiembre próximo.

"Se trata de una película de corte fantástico, centrada en un hombre de 70 años que tiene que volver a vivir 10 años de su niñez, pero con su cerebro ya de adulto", adelantó Duprat en relación a ese proyecto que hará en sociedad con Cohn.

Ambos cineastas ya realizaron labores en conjunto para la película por ambos dirigida, "El hombre de al lado", la cual aún sigue sin fecha de lanzamiento en cines locales.

El proyecto se titula "Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo", el cual está basado en un cuento inédito de Alberto Laiseca y, según puntualizó Duprat, se filmará una parte en Nueva York y otra en Turquía.

Esta no sería la primera labor en conjunto para estos cineastas, la anterior fue con "El hombre de al lado", filme que se preestrenó en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, donde fue definida por Duprat como "una crítica al snobismo".

Gastón Duprat es responsable de la dirección de "El hombre de al lado" con Mariano Cohn, junto con quien realizó también "El artista". Y el guión es de su hermano, Andrés Duprat, dado que la película está basada en una historia real.

Ahora, después de "El artista" y "El hombre de al lado", la dupla Duprat-Cohn vuelve a trabajar para deleite de un público que ya es propio y que próximamente disfrutará de "Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo".


Fuente: Primerplanonews.com

Cine: Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo 09/05/2011

Posted by María Bertoni in Cine.

Con Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, Gastón Duprat y Mariano Cohn parecen evocar sus inicios profesionales cuando adaptaban cuentos de terror para televisión. Aunque nunca dejaron de invitarlo a proyectos posteriores (para colaborar con el guión y/o para actuar), en esta película vuelven a apostar al carisma de Alberto Laiseca como relator. La dupla cinematográfica se convierte entonces en un cuarteto que termina de integrar Andrés Duprat, hermano de Gastón y co-escritor de una fábula sobre creación, destino, realidad y ficción.

Uno de los aspectos más cautivantes de Querida… es el juego narrativo que admite la interacción entre distintos autores. Por un lado, Laiseca aparece como primer responsable de la historia original (por lo tanto con derecho a comentar a cámara pasajes del cuento y características de los personajes) mientras Cohn y los hermanos Duprat figuran como realizadores de la versión cinematográfica. Por otro lado y dentro de la ficción, el protagonista Ernesto adquiere la facultad de (des)andar su historia personal gracias a los favores y caprichos de una suerte de hechicero o el mismísimo hado.

La oportunidad de regresar al pasado, y sobre todo de poder cambiarlo, supera la problemática del personaje que encarnan Emilio Disi y Darío Lopilato (Cohen y Duprat hacen con ellos lo que Juan José Campanella con Guillermo Francella) para abordar, aunque sea de refilón, la cuestión argentina. “No voten a la Alianza”, advierte el Ernesto veinteañero habitado por el Ernesto sexagenario que se traslada de la actualidad a la década del ’70.

A diferencia de Volver al futuro, Querida… evita toda recreación nostálgica del pasado: hasta tomar la teta de la madre se convierte en castigo infernal. Es más, la única coincidencia entre ambas películas es la ocurrencia de un viaje en el tiempo capaz de reparar errores (y por lo tanto de mejorar el presente).

Laiseca, Cohn y los hermanos Duprat comparten con el hado interpretado por Eusebio Poncela una mirada pesimista, por momentos despiadada, sobre Ernesto y por extensión sobre la condición humana. Aunque a todas luces se trata de una comedia negra, este largometraje también es un cuento de terror.

Fuente: Blog Espectadores

viernes, 6 de mayo de 2011

Cultura: La muerte del autor. Roland Barthes

Balzac, en su novela Sarrasine, hablando de un castrado dis-frazado de mujer, escribe lo siguiente: «Era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos irracionales, sus instintivas turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza de sentimientos.» ¿Quién está hablando así? ¿El héroe de la novela, interesado en ignorar al castrado que se esconde bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, al que la experiencia persona1 ha provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac, haciendo profesión de ciertas ideas «literarias» sobre la feminidad? ¿La sabidurfa universal? ¿La psicología románticaP Nunca jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe.

Siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura, la voz pierde su origen, eI autor entra en su propia muerte, comienza la escritura. No obstante, el sentimiento sobre este fenómeno ha sido variable; en las sociedades etnográficas, el relato jamás ha estado a cargo de una persona, sino de un mediador, chamán o recitador, del que se puede, en rigor, admirar la «performance» (es decir, el dominio del código narrativo), pero nunca el «genio». El autor es un personaje moderno, producido indudablemente por nuestra sociedad, en la medida en que ésta, al salir de la Edad Media y gracias a1 empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo o, dicho de manera más noble, de la «persona humana». Es lógico, por lo tanto, que en materia de literatura sea el positivismo, resumen y resultado de la ideología capitalista, e1 que haya concedido la máxima importancia a la «persona» de1 autor. Aún impera el autor en los manuales de historia literaria, las biografías de escritores, las entrevistas de revista, y hasta en la misma conciencia de 1os literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias a su diario íntimo; la imagen de la literatura que es posible encontrar en la cultura común tiene su centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su historia, sus gustos, sus pasiones; la crítica aún consiste, la mayor parte de las veces, en decir que la obra de Baudelaire es el fracaso de Baudelaire como hombre; la de Van Gogh, su locura; la de Tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o menos transparente de la acción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la que estaría entregando sus «confidencias».

Aunque todavía sea muy poderoso el imperio de1 Autor (la nuev a crítica lo único que ha hecho es consolidarlo), es obvio que algunos escritores hace ya algún tiempo que se han sentido tentados por su derrumbamiento. En Francia ha sido sin duda Mallarmé e1 primero en ver y prever en toda su amplitud la necesidad de sustituir por el propio lenguaje al que hasta entonces se suponía que era su propietario; para él, igual que para nosotros, es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad – que no se debería confundir en ningún momento con la objetividad castra- dora del novelista realista – ese punto en el cua1 sólo e1 lenguaje actúa, «performa»,* y no «yo». toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura (lo cua1, como se verá, es devolver su sitio al lector). Valéry, completamen- te enmarañado en una psicología del Yo, edulcoró mucho Ia teoría de Mallarmé, pero, al remitir por amor al clasicismo, a las lecciones de la retórica, no dejó de someter a1 Autor a la duda y la irrisión, acentuó la naturaleza lingüística y como «azarosa» de su actividad, y reivindicó a lo largo de sus libros en prosa la condición esencialmente verbal de la literatura, frente a la cual cualquier recurso a la interioridad del escritor le parecía pura superstición. El mismo Proust, a pesar de1 carácter aparentemente psicológico de lo que se suele llamar sus andlisis, se impuso claramente como tarea el emborronar inexorablemente, gracias a una extremada sutilización, la relación entre el escritor y sus personajes: al convertir al narrador no en el que ha visto y sentido, ni siquiera el que está escribiendo, sino en el que va a escribir (el joven de la novela – pero, por cierto, ¿qué edad tiene y quién es ese joven’? – quiere escribir, pero no puede, y la novela acaba cuando por fin se hace posible la escritura), Proust ha hecho entrega de su epopeya a la escritura moderna: reaIizando una inversión radical, en lugar de introducir su vida en su novela, como tan a menudo se ha dicho, hizo de su propia vida una obra cuyo modelo fue su propio libro, de tal modo que nos resultara evidente que no es Charlus el que imif,a a Montesquiou, sino que Montesquiou, en su realidad anecdótica, histórica, no es sino un fragmento secundario, derivado, de Charlus. Por último, el Surrealismo, ya que seguimos con la prehistoria de la modernidad, indudablemente, no podía atribuir al lenguaje una posición soberana, en la medida en que el lenguaje es un sistema, y en que lo que este movimiento postulaba, románticamente, era una subversión directa de los códigos – ilusoria, por otra parte, ya que un código no puede ser destruido, tan sólo es posible «burlarlo>~,- pero al recomendar incesantemente que se frustraran bruscamente los sentidos esperados (el famoso «sobresalto» surrealista), a1 confiar a la mano la tarea de escribir lo más aprisa posible 1o que la misma mente ignoraba (eso era la famosa escritura automática), al aceptar el principio y la experiencia de una escritura colectiva, el Surrealismo contribuyó a desacralizar la imagen del Autor. Por último, fuera de la literatura en sí (a decir verdad, estas distinciones están quedándose caducas), Ia lingüística acaba de proporcionar a la destrucción del Autor un instrumento analítico precioso, al mostrar que la enunciación en su totalidad es un proceso vacío que funciona a la perfección sin que sea necesario rellenarlo con las personas de sus interlocutores: lingüísticamente, el autor nunca es nada más que el que escribe, del mismo modo que yo no es otra cosa sino el que dice yo: el lenguaje conoce un «sujeto», no una «persona», y ese sujeto, vacío excepto en la propia enunciación, que es la que lo define, es su6ciente para conseguir que e1 lenguaje se «mantenga en pie», es decir, para llegar a agotarlo por completo.

El alejamiento de1 Autor (se podría hablar, siguiendo a Brecht, de un auténtico «distanciamiento», en el que el Autor se empequeñece como una estatuilla al fondo de la escena literaria) ao es tan sólo un hecho histórico o un acto de escritura.’ transforma de cabo a rabo e1 texto moderno (o – lo que viene a ser lo mismo – el texto, a partir de entonces, se produce y se lee de tal manera que el autor se ausenta de él a todos los niveles). Para empezar, el tiempo ya no es el mismo. Cuando se cree en el Autor, éste se concibe siempre como el pasado de su propio libro: el libro y el autor se sitúan por sí mismos en una misma línea, distribuida en un antes y un después: se supone que el Autor es el que nutre al libro, es decir, que existe antes que él, que piensa, sufre y vive para él; mantiene con su obra la misma relación de antecedente que un padre respecto a su hijo. Por el contrario, el escritor moderno nace a la vez que su texto; no está provisto en absoluto de un ser que preceda o exceda su escritura, no es en absoluto el sujeto cuyo predicado sería el libro; no existe otro tiempo que el de la enunciación, y todo texto está escrito eternamente aquí y ahora. Es que (o se sigue que) escribir ya no puede seguir designando una operación de registro, de constatación, de representación, de «pintura» (como decían los Clásicos), sino que más bien es lo que los lingüistas, siguiendo la filosofía oxfordiana, llaman un performativo, forma verbal extraña (que se da exclusivamente en primera persona y en presente) en la que la enunciación no tiene más contenido (más enunciado) que el acto por el cual ella misma se profiere: algo así como el Yo declaro de 1os reyes o el Yo canto de los más antiguos poetas; el moderno, después de enterrar al Autor, no puede ya creer, según la patética visión de sus predecesores, que su mano es demasiado lenta para su pensamiento o su pasión, y que, en consecuencia, convirtiendo la necesidad en ley, debe acentuar ese retraso y «trabajar» indefinidamente la forma; para él, por el contrario, la mano, alejada de toda voz, arrastrada por un mero gesto de inscripción (y no de expresión), traza un campo sin origen, o que, a1 menos, no tiene más origen que el mismo lenguaje, es decir, exactamente eso que no cesa de poner en cuestión todos los orígenes.

Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en e1 que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura. Semejante a Bouvard y Pécuchet, eternos copistas, sublimes y cómicos a la vez, cuya profunda ridiculez designa precisamente la verdad de la escritura, el escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras, llevar la contraria a unas con otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en una de ellas; aunque quiera expresarse, al menos debería saber que la «cosa» interior que tiene la intención de «traducir~ no es en sí misma más que un diccionario ya compuesto, en el que las palabras no pueden explicarse sino a través de otras paIabras, y así indefinidamente: aventura que le sucedió de manera ejemplar a Thomas de Quincey de joven, gue iba tan bien en griego que para traducir a esa lengua ideas e imágenes absolutamente modernas, según nos cuenta Baudelaire, «había creado para sí mismo un diccionario siempre a punto, y de muy distinta complejidad y extensión del que resuIta de la vulgar paciencia de los temas puramente literarios» (Los Paraísos Artificiales); como sucesor del Autor, el escritor ya no tiene pasiones, humores, sentimientos, impresiones, sino ese inmenso diccionario del que extrae una escritura que no puede pararse jamás: la vida nunca hace otra cosa que imitar al libro, y ese libro mismo no es más que un tejido de signos, una imitación perdida, que retrocede infinitamente.

Una vez alejado el Autor, se vuelve inútil la pretensión de «descifrar» un texto. Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura. Esta concepción le viene muy bien a la crítica, que entonces pretende dedicarse a la importante tarea de descubrir al Autor (o a sus hipóstasis: la sociedad, la historia, la psique, la libertad) bajo la obra: una vez hallado el Autor, el texto se «explica», el crítico ha alcanzado la victoria; así pues, no hay nada asombroso en el hecho de que, históricamente, el imperio de1 Autor haya sido también el del Crítico, ni tampoco en el hecho de que la crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez que el Autor. En la escritura múltiple, efectivamente, todo está por desenredar, pero nada por descifrar; puede seguirse la estructura, se la puede reseguir (como un punto de media que se corre) en todos sus nudos y todos sus niveles, pero no hay un fondo; el espacio de la escritura ha de recorrerse, no puede atravesarse; la escritura instaura sentido sin cesar, pero siempre acaba por evaporarlo: procede a una exención sistemática del sentido. Por eso mismo, la literatura (sería mejor decir la escritura, de ahora en adelan-te), al rehusar la asignación al texto (y al mundo como texto) de un «secreto», es decir, un sentido último, se entrega a una activi- dad que se podría llamar contrateológica, revolucionaria en sen- tido propio, pues rehusar la detencióri del sentido, es, en definiti- va, rechazar a Dios y a sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley.

Volvamos a la frase de Balzac. Nadie (es decir, ninguna «persona») la está diciendo: su fuente, su voz, no es el auténtico lugar de la escritura, sino la lectura. Otro ejemplo, muy preciso, puede ayudar a comprenderlo: recientes investigaciones (J.-P. Vernant) han sacado a la luz la naturaleza constitutivamente ambigua de la tragedia griega; en ésta, el texto está tejido con palabras de doble sentido, que cada individuo comprende de manera unilateral (precisamente este perpetuo malentendido constituye lo «trágico»); no obstante, existe alguien que entiende cada una de las palabras en su duplicidad, y además entiende, por decirlo así, incluso la sordera de los personajes que están hablando ante él: ese alguien es, precisamente, el lector (en este caso el oyente). De esta manera se desvela el sentido total de la escritura: un texto está formado por escrituras mú1tiples, procedentes de varias cul- turas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, una contestación; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; é! es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito. Y ésta es la razón por la cual nos resulta risible oír cómo se condena 1a nueva escritura en nombre de un humanismo que se erige, hipócritamente, en campeón de los derechos del lector. La crítica clásica no se ha ocupado nunca del lector; para ella no hay en la lite- ratura otro hombre que el que la escribe. Hoy en día estamos empezando a no caer en la trampa de esa especie de antífrasis gracias a la que la buena sociedad recrimina soberbiamente en favor de lo que precisamente ella misma está apartando, ignoran- do, sofocando o destruyendo; sabemos que para devolverIe su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor.
1968, Manteia.
* Es un anglicismo. Lo conservo como tal, entrecomillado, ya que para aludir a la “performance” de la gramática chomskyana, que suele traducirse por “actuación”. [T]

martes, 3 de mayo de 2011

Cine: Un cuento chino- film‏. Por Silvia Russo

Los cuentos son para entretenimiento desde niños, nos acompañan antes de dormir, por ejemplo; a veces en lugar de un relato placentero se convierten en el título del film y parecen una gran broma.Como las que a veces juegan el azar en encuentro con la contingencia, y cuando nada indicaría este giro, acontecen los hechos, con el impacto de una vaca caída del cielo. Lo que suscita simpatía en el espectador, no es solamente el bien llevado y conocido humor de S. B., sino también el creíble personaje gruñón y pleno de nobleza y dolor, según describe Mari, que encarna Roberto. A diferencia del neurótico obsesivo grave habitual, no puede ser egoísta con facilidad.Se preocupa por otro y allí es donde su vida toma un giro como el de las insólitas noticias que colecciona, herencia ligada a la historia con su padre.Es adorable ver el pulseo entre el sin sentido que enmarca su vida y el "todo sentido" que guía la del chino, Yun, que no puede dejar solo; sumido en una soledad que él conoce muy bien.Dejar entrar al otro es realmente un viaje de ida, a bordo del Fiat 1500, y de los rituales contenedores y aprisionadores en la cotidianeidad de Roberto.El enojo, el cansancio de lo eternamente igual, compiten con la acechanza de un mundo dentro de un cuento chino que muestra otra forma de vivir en compañía... "son sabios, son milenarios", reflexiona la mujer del primo de Mari, durante una comilona para chuparse los dedos y tentarse que se ofrece seductoramente, pero Roberto, de llevarse torta que está buenísima... nada. Aún...Lo que hace previsible el final con sonrisa, es el permanente desasosiego e incomodidad que una vez despejado en el existir del protagonista, no permite volver al sistema de resguardo rutinario... y se embronca, y se queda dormido, y se desfasa, oportúnamente, dando lugar al giro. Una noticia insólita en un mundo donde no es dable la elección por la compañía amorosa.Comunmente, la neurosis, no se conmueve con facilidad.La viscosidad abunda como respuesta cual arenas movedizas y condena al sujeto a la repetición del miedo de modificar el circuito.La generosidad es aquí un factor esencial, ya que salva de la guerra, la muerte y la soledad encerrada en esa cuenta infinita del cuento chino en el que este ferretero vive en el dilema de ser cagado o no por el otro.Y es que a Roberto la vida lo cagó, como a tantos otros y quedó instalado allí hasta que puede mirarse en los ojos llorosos de Yun, quien tuvo lo suyo y sin embargo, busca. Apela a la condición de humanidad en el otro e interpela a su orígen para no pasar a solas su gran dolor.Esos ojos, en la vaca retratada, ¿no son acaso los que todos tenemos ante la desprotección?. Una mirada que dice mucho, y Gracias, entre otras cosas y Estaré aquí o Estoy aquí, MIRAME.Una vaca muerta, otra vaca viva en las manos del amor de una mujer... pueden ser una chance de salir de campos minados en los que la neurosis nos estaquea y nos deja a medio vivir, soportando los duelos entre cristales protectores, adornos y fotos antiguas, y casas desabitadas de presencia deseante."¡PUTA, QUE VALE LA PENA ESTAR VIVO!", gritaba Alterio en otra peli argentina.