martes, 27 de octubre de 2009

Maridos. Una película de Cassavetes por Maximiliano Antonietti

El viento sopla y la tierra entra por los ojos


Esta vez, Maridos de Cassavetes.
Se trata de un larguísimo trago de una bebida fuerte. Solo, puro, seco y de una vez, un trago de muerte; fondo blanco pero sin frutas, sin escalas, sin coca cola que hagan más suave la cosa. Trago amargo, duro, áspero como lija, que cuando termina de pasar entre pecho y espalda (como se decía en aquella época) deja una mezcla de nausea y embriaguez.
Luego del golpe, aclarás tu garganta, intentás afirmarte en la silla; mirás a uno y otro lado, para corroborar que algunas cosas siguen en el mismo lugar, y un poco más tarde, empezás a pensar en aquellas otras que ya no.
Vamos.
Las fotos del principio son como las que todos tenemos en algún cajón de nuestra casa: potencia pura. Cuatro amigos jugando: las caras de siempre, velas de cumpleaños, vestidos de otra época, gestos jóvenes, risas, muchas risas; la vida es una cereza roja y vale la pena morderla.
El descenso es abrupto y sin estaciones intermedias: desde la vitalidad de las fotos aquellas, hasta el coche fúnebre del que baja una viejecita. Es la única ocasión en que el espectador está a tiempo de levantarse de su silla y huir lejos. Si es de sexo masculino, más lejos aún. Si no lo hace en ese momento, ya no podrá en el resto del film. Apenas transcurrieron dos minutos, la cereza es ahora una pulpa podrida y maloliente; sabemos que lo que resta no será fácil.


En la angustia, se apela a lo conocido. Veremos durante casi dos horas a esos tres pobres tipos intentando hacer algo con la muerte del amigo. Pero sus posibilidades son pocas: se trata de una pobreza simbólica digna de la época, de la nuestra. En tiempos de muchas imágenes, destinos flacos y procesos escasos, estos tres hombres rebotan de un rincón en otro de sus magras posibilidades. Si, en la angustia, se trata de lo que conocemos, lo que conocen estos tres muchachos son las parodias de la virilidad: un juego de balóncesto, corridas, peleas de niños, bromas viejas, agresividad tonta, mujeres fáciles, alcohol, mucho alcohol. Pero nada es suficiente; se les nota. Nada les permite la vuelta de página de la ausencia del amigo.

Se dice y con razón que la angustia frente a la pérdida puede ser fuente de sabiduría: es una prueba fehaciente de la apuesta que se hizo sobre el otro. En la pérdida, el dolor atestigua que algo importante ha desaparecido en el objeto. Lloramos porque hemos apostado, y hemos apostado sin razones, sin cálculos. Si tenemos razones y cálculos, no hemos apostado bien. El amor, también el de la amistad, lo reparten los dioses y nada pueden hacer los hombres para darlo; menos aún, para merecerlo.
Los tres amigos nuestros han apostado bien; también se les nota. Pero ahora, la ausencia del que falta, nos evidencia una y otra vez, que no pueden hacer nada propicio. Apenas lloran, desatendiendo aquel célebre consejo farandulezco: si querés llorar llorá. Lo mejor que podrían hacer les es esquivo. De una en otra, las escenas se repiten otra vez se repiten otra vez se repiten. Viajan, para repetir lo mismo más de lo mismo, más. Y el espectador cree, varias veces, que ya está bien.
Vuelven dos; uno queda allá. Pero ninguno de los tres volverá a ser lo que era. Ni ganas de verse les han quedado! Ay Papi! No sabés la que te espera! ¿Cómo podrían las cosas volver sobre su sentido?

Si la familia es la que te toca y los amigos son los que se eligen; si por decirme con quien andas, te diré quien eres: un amigo dice dónde podremos buscarte. Un amigo dice dónde te encontraremos: es decir, este film pega donde duele, y en el mismo movimiento, desnuda la corta capacidad de elaboración que nuestra cultura nos propone.
Sopla el viento, entonces, la tierra te entra en los ojos y te recuerda que todos nos vamos a cagar muriendo.

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